martes, 27 de diciembre de 2016

Siete casas vacías de Samanta Schweblin (Páginas de Espuma, Madrid, 2015)



“Estoy desnuda bajo la bata”

Se ha destacado que la escritura de Samanta Schweblin genera en el lector un estado de inquietud particular. Es así. La experiencia de la lectura de Siete casas vacías, lo ratifica. El libro, premiado en 2015 incorpora el primer cuento que leí de la autora, en internet, hace unos tres años y con el que probé el sabor de su narrativa: “Un hombre sin suerte”,  también distinguido previamente con el Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo (2012).
No es sencillo especificar qué veta original cava la autora, pero se advierte casi inmediatamente. Para empezar el tiempo de la narración te instala desde el comienzo “in media res”. Lo que leemos (al menos en cinco de los siete cuentos) está sucediendo, el narrador protagonista es tan espectador como el lector, no sabe cómo va a terminar eso que pasa y no lo comprende del todo. Hay algo que no encaja. Por ejemplo, Javier, en “Mis padres y mis hijos”, está sumamente incómodo, porque sus padres juegan desnudos con una manguera, tras los ventanales de la casa de vacaciones que alquiló su ex mujer con su nueva pareja. La narración progresa, pero siempre está ese doble registro, ese doble plano, y no coincide lo que sucede y lo que debería suceder y, por supuesto, tampoco coincide lo de fuera con lo de dentro, es decir, lo que pasa con lo que se piensa y siente respecto de ello. Hay un desplazamiento leve de los hechos que genera algo extra-ordinario. Extra-ordinario pero no sobrenatural. Esa es exactamente la veta: poner en evidencia el desajuste que por ahí se produce en la realidad. Es una cuestión de ritmo, eso primario, elemental que aparece asociado a otra elementariedad que son los vínculos: padres/hijos; esposo/esposa, suegra/nuera que de pronto se desnaturalizan, se vuelven extraños y distantes, permitiendo que el personaje (y el lector) difiera de lo que sucede, tome una mínima distancia que pone en cuestión lo dado.
 La incomodidad, esa sensación de no caber en el molde, de no estar donde se debe estar ni como se debe estar, es el inicio de los relatos. Es una incomodidad que se ubica en la zona en que lo individual se solapa con lo social, con sus significados y lógicas irrefutables. Por eso la metáfora de la desnudez aparece una y otra vez: personajes desnudos si están locos, o desnudos bajo la bata si no lo están del todo. No es casual que esas lógicas sean transgredidas en estos relatos por niños o dementes ajenos a la pauta social, o por un impuldo inexplicable. El lector teme lo mismo que oscuramente el personaje: que la transgresión tenga sus consecuencias imprevisibles, que la normalidad se desbarate, que sobrevenga algo trágico. Pero eso no sucede. Schweblin nos mete de lleno, pero también se detiene en seco, de modo que la efectividad del relato está en la tensión entre la sorpresa inicial -ese desarreglo inquietante- y un final abierto. No sabemos exactamente qué pasará después de que la narradora ponga el último punto, aunque quizás sí, pero preferiríamos ignorarlo.




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